“No te demorarás Guadalupe, verás que si llegas
tarde sale el bandido Pérez Portilla y te coge”. Carmela
advertía siempre a su hija Guadalupe para que apresure su paso, agilice
los mandados y no se quede en ningún lado “entretenida” pues se arriesgaba a
caer en manos del más temible de los hombres de Otavalo en los años cuarenta.
Guadalupe sabía
bien, porque su mamá le había contado innumerables veces que Pérez Portilla era
un hombre alto y blanco que pululaba por las calles de la ciudad y cerca a las
quebradas, buscando víctimas para hacerse de unas monedas, joyas o alguna
pertenencia que le permita sobrevivir, y si para eso tenía que llevarse por
delante a su víctima, no tenía ningún reparo pues ya lo había hecho muchas veces.
Carmela, una
mujer de cabello y ojos claros, a quien sus vecinos conocían como “la Gatita”
frecuentaba el Molino de las Almas en el barrio Punyaro, donde aprovechándose
de las aguas de El Tejar, molía toda clase de granos y producía las harinas que
necesitaba para hacer pan diariamente. Esta labor era muy larga y
esforzada, pero a ella le sobraban energías y claro, contaba con la ayuda
incondicional de Guadalupe, su primogénita.
Siempre, al
concluir la molienda y antes de salir cargando ya sea las cáscaras de trigo que
servirán para la comida de los chanchos o la harina producida, se servían unas
papitas con carne de las que Carmela siempre hacía que su hija guardara
una porción para el camino. Guadalupe tenía hambre, quería comerse todo,
pero su madre sin explicación alguna, le exigía respetar el platillo y llevarlo
a la mano.
Un día, cuando
la jornada fue especialmente prolongada y agotadora, terminaron sus actividades
en el molino ya muy entrada la noche y se aprestaban a bajar con dirección a su
casa cuando “la Gatita” dijo a su hija que se sujete bien de su falda: con la
una mano agarre el saquillo con las cáscaras del trigo y con la otra el plato
de papas y carne y que pase lo que pase, no se suelte a menos que ella le
indique.
Bajaban
pausadamente, aprisionadas por la pesada carga que llevaban, cuando vieron a lo
lejos la figura de un hombre parado en la mitad del puente que cruzaba la
quebrada del Tajamar.
“La
Gatita” se volvió hacia Guadalupe y le dijo “cuando yo te haga señas, vos te
sueltas y corres hasta la cantina de los Sánchez y ahí me esperas”.
Guadalupe no sabía qué pasaba, pero no se atrevió a preguntar nada y solo
afirmó con la cabeza.
Continuaron el
trayecto cuando el hombre se acercó diciendo: “buenas noches Gatita, ¿no tiene
algo para mí?” Carmela, fría como hielo, quitó el plato que llevaba su
hija en la mano y le ofreció al hombre, al tiempo que con los ojos y la cabeza
dio la señal a Guadalupe para que emprendiera la carrera. Ella lo hizo,
sin regresar a ver, hasta cuando llegó agitada afuera de la cantina de los
Sánchez. Se paró, giró su cuerpo y vio que su madre venía ya en
camino. Respiró aliviada.
Al día
siguiente, intrigada por el suceso y mientras trabajaban en el amasijo,
Guadalupe indagó a su mamá quién era aquel hombre, por qué le dieron la comida
y las razones por las que ella debía huir del lugar, mientras que su mamá no le
tenía miedo y hablaba con él.
“La Gatita”
sentada sobre la mesa, al tiempo que elaboraba “costras de dulce” contó a su
hija que habían visto al bandido Pérez Portilla en persona… Guadalupe le miró
aterrada!
Pérez Portilla
había sido un joven pobre, como la mayoría de los otavaleños de la época, que a
sus escasos 20 años se enamoró de una linda jovencita, hija de una familia de
clase media y a la que logró conquistar, pese a la oposición de sus
padres. Se casaron y fueron a vivir juntos, pero ella que estaba
acostumbrada a mayores comodidades que las que él le podía dar y aspiraba tener
más riquezas que las que acumularon sus padres, era muy exigente con su esposo
que, para no perder el amor ni la compañía de su amada, se dedicó a robar para
tener dinero y claro, no pasó mucho tiempo para que se convirtiera no solo en
ladrón, sino en asesino y en prófugo de la justicia.
Por eso
aparecía solo al anochecer, cuando las velas o lámparas de kerosene que
alumbraban las viviendas se apagaban y las calles que no contaban con alumbrado
público, únicamente se iluminaban con la claridad de la luna y las estrellas y
eso en las noches de claridad.
Entre los pobladores
de Otavalo y sus alrededores era muy conocida la trayectoria del bandido Pérez
Portilla, quien interceptaba a los viajeros que a lomo de caballo cruzaban el
nudo de Mojanda para llegar hasta Quito o a su vez atravesaban por el
majestuoso “taita Imbabura” para llegar hacia Ibarra. Por esos años, no
había carreteras ni peor transporte motorizado y abundaban los comerciantes que
traían mercancías desde Colombia para ofrecerlas en la capital y sus
alrededores. Ellos eran las víctimas preferidas de Pérez Portilla pues
así conseguía no solo dinero, sino telas, ropa, alimentos, dulces y otros
halagos para su bella esposa.
Todos le temían
y su nombre se pronunciaba habitualmente en negocios, viviendas y
conversaciones de vecinos y beatas de la ciudad que daban cuenta de sus últimos
ataques o víctimas que incluso, se le atribuían a él cuando habían perecido a
mano de los Puchos Remaches, una banda de ladrones que no solo se quedaban con
las pertenencias de los incautos, sino que hacían fritada con su carne y la
servían a los clientes de uno de los tambos de Mojanda.
Los niños eran
los principales perjudicados por las andanzas de Pérez Portilla, que su nombre
estaba en los labios de las madres que querían evitar las travesuras del día o
andanzas a la quebrada para coger “tostado de pajarito” que arrojaban luego a
los caminantes con sus “bodoqueras”.
Guadalupe no
era la excepción y menos aún ahora que había visto en persona al temible
bandido que años más tarde supo, apareció muerto por los matorrales de
Quichinche, aunque para los otavaleños de hasta dos décadas después, aún
continuaba apareciéndose ante los trasnochadores, beodos o niños malcriados.
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