“No seas carishina veee, pareces marimacho
bajándote por ahí” sentenciaba Teresa a su hija menor al tiempo que tenía una
angustia en el pecho por el riesgo que ella corría al bajarse por la calle
empedrada resbalándose sobre la tabla encerada o enjabonada…
Pero, no había presión suficiente para que
ella dejara de jugar y divertirse de esa manera. Hacía ya un año desde que habían abandonado
la preciosa casa patrimonial donde vivían en pleno centro de la ciudad, para ir
a esos “extramuros” como decía su mamá.
Ahora su vida se desarrollaba entre hierbas, chilcas, grifos de agua
comunitaria, mangueras, tanques que recogían el agua de la lluvia, lodazales en
lugar de calles, escasez de servicios, etc. pero que a la vez permitían una
infinidad de juegos infantiles que no eran posibles en las calles céntricas.
La niña era ahora la damisela por quien los
“chullitas” y “bandidos” se disparaban a muerte con pedazos de troncos y
pequeñas piedras…. “Venga, venga, vecina, cómo ha estado vecina, qué le doy”
decía frecuentemente a sus clientes cuando jugaban a la tiendita y vendía
piedras como si fueran papas, hierbas como verduras, flores de chilca como
coliflores e infinidad de artículos encontrados en los terrenos baldíos que,
rápidamente y con el uso de su imaginación, convertía en el surtido de tu
negocio.
Si no llovía y tampoco “los del agua” daban
el líquido vital, ir conseguir unas canecas de agua desde “la Chorrera” se
convertía en un paseo para los niños del sector. Todos agarraban su embase, subían al menos
dos kilómetros a campo traviesa, llegaban a la laguna que se formaba bajo la
Chorrera, recogían el agua encomendada, tapaban los tarros, los dejaban listos
y ahí empezaba el juego que muchas veces terminaba con todos los niños
empapados que solo decidían regresar a donde sus madres cuando empezaban a
tener frío producto de la humedad del gélido líquido proveniente del Pichincha.
Empero, de todo aquello, lo más divertido
venía con el sol… la calzada empedrada y seca era la mayor atracción para los
infantes atrevidos que con una tabla en mano escalaban hasta lo más alto de la
cuadra y como si fuera un ritual, sobaban jabón de tocador, vela de cebo o
simplemente una “esperma” bajo la tabla que inmediatamente quedaba lista para
que su atrevido conductor, se monte sobre ella y lleve detrás a un o una
acompañante y se deslicen más de cien metros hacia abajo a toda velocidad y
usando solo sus pies como frenos. Claro
que este ritual no siempre salía del todo bien, a veces desviaban su curso y
caían a la mitad, rodando por entre las puntiagudas piedras de la calle y
dejando sobre ellas pedazos de sus ropas, zapatos o peor aún, de su piel.
La quebrada que estaba a una cuadra de la
casa, era el sitio adecuado para los “deportes extremos”. Con solo colgar una soga larga sobre una de
las ramas del árbol más alto, todos los niños teníamos la posibilidad de
convertirnos en Tarzán, arrojándonos a nuestro turno desde lo alto, sujetos a
la cuerda y sin dejar de emitir el clásico grito “ahhhhh aaaahhhhh ahhhhhh” con
el que pretendíamos llamar a Chita. Todo
iba bien, hasta cuando la cuerda cansada de tanto trajín se rompió y dejó
fracturado el brazo del “rey de la selva” de turno.
Así pasaron los días de infancia, entre
juegos y diversión, lejanos a la pobreza y limitaciones que se vivía en su casa
y todas las de los alrededores, en este barrio marginal de las laderas del
Pichincha.
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