miércoles, 27 de marzo de 2013

Mi primera vez... frente a un computador

Apenas me gradué del colegio y aun no cumplía siquiera los 18 años, cuando llegué a trabajar con quien era en esos días el editor general de diario Hoy, Gonzalo Ortiz.  Era un empleo particular para su oficina, no obstante un día me llevó a la planta del Hoy y pidió que le pasara a la computadora unos textos de análisis económico, claro, pidió a su asistente que me indicara cómo funcionaba ese aparato...

La señora muy diligente, me llevó ante el computador, el más moderno y tecnificado para su época, pues no hay que olvidar que cuando diario Hoy salió al mercado fue el pionero en el color y la tecnología.  Pues bien, para no perderme en otros detalles, me hizo sentar frente a un gran aparato de color café, con una pantalla más grande que el televisor que teníamos en mi casa y tan voluminoso como una tele antigua.  Me puso frente al teclado y me dio las claves para empezar a escribir y aquellas que debía pulsar al terminar el texto... si no lo hacía de ley se perdía....

Así empecé a aplastar las teclas como si fuese la máquina de escribir portátil que llevaba al colegio y con la que meses atrás terminé de escribir las tres copias de mi monografía de grado... Sorpresa!!! las teclas eran tan suaves que cada tecla pulsada se repetía varias veces, así que tuve que dominar de a poco mis "dedos de rodillo" para no repetir las letras.

El texto se reproducía en la pantalla a manera de una columna del periódico, es decir, no ocupaba todo el ancho de la pantalla.  Cuando terminé la tarea aplasté "k+transmit" para archivar el texto que de inmediato se transmitía a un gran servidor que estaba en otro lugar del diario y era algo así como un closet.  Ahí me mandaron a hablar con el señor técnico para que me lo imprima y así poderle entregar a mi jefe...

En fin, luego de demostrar mis habilidades frente al computador y una vez que terminó mi contrato temporal, me contrataron para hacer exactamente eso: lidiar con la computadora con la que más de la mitad de los periodistas de la época no querían entrañar amistad...  recuerdo claro sus nombres y sus actitudes.....

Así pasaron los años hasta la llegada de los 90, no recuerdo con exactitud en qué año, pero debe haber sido 1990 o máximo 1991, sonaban voces de que el señor Mantilla había comprado una super computadora que se vendía en Estados Unidos y era el último grito de la moda... en efecto, meses después llegó el nuevo aparato de la mitad del tamaño de la anterior, toda blanca y reluciente y con una pantalla que ahora equivale al tamaño de una tablet.  Era la única Macintosh classic que tenía incorporada una ranura para insertar unos disquets enanos (respecto de los que ya se conocía en esa época) y en los que supuestamente se podía almacenar un montón de información...

Para poner en funcionamiento al último grito de la moda, trajeron a una joven conocedora de sistemas que había vivido en Estados Unidos... Ella lidió varias semanas hasta ponerla en marcha y luego, junto a la asistente del director, fueron las encargadas de darme la gran noticia: había sido seleccionada para "estrenar" tal aparato y el reto era procesar la página de amenidades enteramente en este...

Fueron horas y días de trabajo duro hasta lograr cumplir con la meta... pero lo hicimos... luego de unos meses y una vez que se probó que funcionaba bien, compraron otras para algunos redactores... Igual quedaron aquellos que no se querían separar del One System y rehusaban ingresar al mundo Mac....


Y así, de ahí en adelante he probado de todo en cuanto a computadores.... del mundo mac tuve que ingresar a las desabridas pc que uso ahora, aunque sigo añorando la manzanita que no se compara con nada....

Creo que lo mío con la tecnología fue empatía a primera vista, pues ahora declaro que no podría vivir sin computadora, internet, celular, tablet, correo electrónico, twitter y otros.... al único que podría eliminar de una es al facebook que no ha logrado calar en mi corazoncito....

lunes, 25 de marzo de 2013

La ciudad donde los diablos deambulan por seis días



Se ven diablos por todos lados.  Salen de las casas, caminan por las calles, se reúnen en locales comerciales, en las esquinas o simplemente caminan todos con una sola dirección: el parque central.
En Píllaro son los días donde los diablos se toman la ciudad.  Cada uno con su propia personalidad y atuendo, alardea sus grandes o abundantes “cachos” que sobresalen en las máscaras donde prima el color negro y rojo, al igual que en sus trajes, revestidos por una capa.  Cubren su cabeza con pañoletas, sobre las cuales se colocan pelucas diversas y portan en sus manos bien sea animales disecados o simplemente de peluche.
Del 1 al 6 de enero de cada año, ese cantón de la provincia de Tungurahua revive la tradicional “Diablada pillareña”, una fiesta popular que fue declarada por la Unesco como Patrimonio Cultural Intangible del Ecuador en 2009.
Según narra Marco Toapanta, director de una de las comparsas que participa en el evento, la Diablada se inició el siglo pasado como una reacción de rebeldía frente a los hacendados para los que los pillareños trabajaban en condiciones desfavorables y quienes les daban solo un día de descanso durante el año, el 1 de enero.  Es por eso que esa fecha era aprovechada para salir a las calles disfrazarse como diablos (emulando a sus patrones) y danzar celebrando su asueto.
Marco está consciente que se manejan otras teorías respecto del origen de esta fiesta, no obstante, asegura que esta versión es la real pues se trata de la que escuchó de boca de sus abuelos desde niño, quienes a su vez narraban que así se lo contaron sus ascendientes.
La celebración empieza con el sanjuanito “Píllaro Viejo” interpretado por la banda de pueblo, a cuyo son bailan los diablos y diablas, acompañados de las “Guarichas” que representan a las “carishinas” (palabra quichua que define las mujeres vagas o poco hacendosas) vestidas con túnica blanca, su rostro cubierto con una máscara tejida con fibras de cola de caballo y pintada con las formas de la cara, sombrero negro de paño al que le cuelgan cintas de varios colores, medias del color de la piel, pañoletas decoradas sobre sus hombros que además sirven para cargar una muñeca que simboliza su “guagua” a la que le buscan un padre.  Las carishinas coquetean con quien se cruza en su camino y esporádicamente convidan a los espectadores a bailar o ingerir unos bocados del licor que llevan en su mano. 
También forman parte de la comparsa los capariches (barrenderos) ataviados con su pantalón blanco, poncho rojo, sombrero de paño negro adornado con cintas de colores y provistos de una escoba, elaborada con ramas de árboles.  Estos personajes se abren paso entre la multitud y cumplen su tarea de limpieza para que pasen los danzantes.
Sin embargo, entre todos estos personajes los que se llevan la mirada y admiración del público son los diablos.  Hombres y mujeres emplean su creatividad para lucir elaboradas máscaras de papel y cartón, en las que sobresalen cachos de carnero, dientes de grandes peces, orejas disecadas de animales muertos, etc. materiales usados para emular la figura del “Señor de todas las bestias”.  Visten trajes con capas o grandes alas de cartón y llevan en sus manos látigos o animales disecados con los que asustan a los espectadores.  La peluca que cubre su cabeza en pocos casos es de material sintético, pues la mayoría prefiere fabricarlos con características especiales usando fibras vegetales, pieles de animales, cabello humano, etc.  Los diablos danzan de una forma muy particular, mientras suenan los acordes de la banda y, cuando éstos terminan profieren gruñidos con los que se imponen como líderes del mal.
Dice la tradición del lugar, que quien decide participar en la Diablada, debe hacerlo por 12 años consecutivos, so pena de caer en desgracia.  Además, aquel que ya no va usar una máscara porque obtuvo una mejor y/o se desligará definitivamente de la festividad, no puede destruirla.  Está obligado a donarla a otra persona que cumpla ese personaje.
Esta fiesta no tiene carácter religioso, como ocurre con la mayoría de celebraciones del folclor nacional.  No obstante, como lo contó Carlos Guamán uno de los “diablos”, no tiene nada que ver con culto adoración a Satanás y aclara que el pueblo de Píllaro es mayoritariamente católico.  Incluso, como reforzando su afirmación, cuenta que antes del inicio de la fiesta, quienes desfilarán vestidos  como diablos, concurren a la iglesia a participar de la misa y llevan las máscaras que van a lucir para que sean bendecidas.
El desfile en este año 2013 contó con la participación de varias “partidas” o agrupaciones inscritas previamente, 13 en total.  Cada una de ellas está formada por alrededor de una centena de personas, encabezadas por un director.  El Municipio de la ciudad acordó con los líderes de cada “partida” las normas de su actuación, a fin de mantener la tradición intacta, impidiendo la injerencia de rasgos culturales foráneos o el abuso en el consumo del alcohol. 
Los grupos alternan sus presentaciones durante los seis días de la festividad, desfilando desde las 14h00 hasta cuando empieza a oscurecer.  No obstante, en el penúltimo y último día, su presencia de duplica, pues luego de un breve descanso posterior a su primera aparición, retornan a primeras horas de la noche con mayor ímpetu para continuar la jornada hasta cerca de la media noche.
En su actuación se someten a un jurado que determinará la “partida” ganadora.  El criterio de calificación se basa en la presentación de la comparsa, vestuario, originalidad, creatividad, respeto demostrado hacia el público y que sus integrantes no se encuentren en estado etílico.
El público sin duda, juega un papel fundamental.  Esta fiesta atrae a visitantes nacionales y extranjeros, pero además se convierte en un punto de reencuentro familiar por el retorno a su tierra de todos aquellos pillareños que migraron a diversos lugares del país o del extranjero.
Esta tradición se va heredando de generación en generación, pues entre los disfrazados hay desde niños que apenas aprendieron a caminar, hasta adultos mayores.
Santiago de Píllaro es un cantón eminentemente agrícola y ganadero.  Al llegar al lugar se aprecian amplios cultivos y llaman la atención la cantidad de árboles de peras, manzanas y claudias, frutas típicas de la zona centro del país, que incluso crecen en los jardines de las viviendas.
Píllaro es reconocida además por ser la tierra donde se cree que nació y creció el heroico Rumiñahui, quien defendió a su pueblo ante la invasión española.

Un tesoro ambiental escondido muy cerca de Quito

Muy cerca de la capital ecuatoriana (a 45 km.) está ubicada la Reserva Ecológica Antisana que se extiende en un área de 120 000 hectáreas.  Esta área protegida por su riqueza natural, toma su nombre del volcán Antisana, una elevación activa de 5 758 metros de altura.  Al sitio se puede llegar desde la provincia del Napo (a donde pertenece físicamente la reserva) o desde Quito, tomando la ruta que lleva a la población de Píntag (oriente de la ciudad). 
Llegar a este volcán es sin duda una tarea para montañistas especializados; sin embargo, los citados que aman la naturaleza, tienen una opción más amigable para admirar su grandeza y disfrutar de su entorno: ir a la laguna La Mica.
Ubicada en los páramos del Antisana  (al sur occidente de este nevado) está la laguna de La Mica, en los 3 900 msnm.  Con un paisaje místico donde es fácil observar varias especies de flora y fauna andina, y si el visitante tiene suerte podría incluso divisar el majestuoso cóndor que tiene uno de sus últimos refugios en el lugar.
Desde Píntag, el turista admira la riqueza de la vida en el campo: sus amplios pastizales, el numeroso ganado alimentándose apaciblemente.  Se puede admirar tres pequeñas lagunas enclavadas en una gran masa de roca volcánica y cuyo manejo está en manos privadas: Secas, Tipo-Pugro y Muertepungo. 
Al acercarse al destino final, y luego de un trayecto de al menos dos horas por un camino aceptable para un vehículo familiar, llegamos a La Mica.  Esta laguna, al igual que la Reserva Antisana, está bajo la administración del Ministerio del Ambiente quien ha establecido normativas claras para los visitantes a fin de evitar daños a la naturaleza o intervenciones que la afecten, como: no se puede ingresar con mascotas, no es posible acampar, prender fuego o ingresar con un vehículo hasta el área de la laguna.
Por su altitud y geografía, para pasear en este páramo es indispensable ropa abrigada y poncho de aguas, y recomendable el uso de botas de caucho. 
Los vehículos esperan en el parqueadero.  Los visitantes ingresan a pie bien sea para conocer la laguna y recorrer sus alrededores, o también para pescar ya que en sus aguas hay truchas, cuya captura controlada permiten las autoridades debido a que no son especies nativas.
Al recorrer por los caminos se puede apreciar varias especies de aves andinas como el curiquingue, y en la laguna patos y gallaretas.  No es de sorprenderse que, en los días de menor afluencia de visitantes, uno se encuentre en con un venado que al verse descubierto, emprenda una rápida huida.
El agua de la laguna es cristalina, muy fría y lo más importante para los quiteños, es la proveedora del líquido vital para el sur de Quito pues forma parte del proyecto La Mica-Quito Sur que puso en marcha el Municipio de Quito entre 1999 y 2000 y que dota de agua a al menos 160 barrios.
En fin, visitar La Mica es una experiencia enriquecedora que todo quiteño debería adquirir.

De "chullitas y bandidos"


“No seas carishina veee, pareces marimacho bajándote por ahí” sentenciaba Teresa a su hija menor al tiempo que tenía una angustia en el pecho por el riesgo que ella corría al bajarse por la calle empedrada resbalándose sobre la tabla encerada o enjabonada…
Pero, no había presión suficiente para que ella dejara de jugar y divertirse de esa manera.  Hacía ya un año desde que habían abandonado la preciosa casa patrimonial donde vivían en pleno centro de la ciudad, para ir a esos “extramuros” como decía su mamá.  Ahora su vida se desarrollaba entre hierbas, chilcas, grifos de agua comunitaria, mangueras, tanques que recogían el agua de la lluvia, lodazales en lugar de calles, escasez de servicios, etc. pero que a la vez permitían una infinidad de juegos infantiles que no eran posibles en las calles céntricas.
La niña era ahora la damisela por quien los “chullitas” y “bandidos” se disparaban a muerte con pedazos de troncos y pequeñas piedras…. “Venga, venga, vecina, cómo ha estado vecina, qué le doy” decía frecuentemente a sus clientes cuando jugaban a la tiendita y vendía piedras como si fueran papas, hierbas como verduras, flores de chilca como coliflores e infinidad de artículos encontrados en los terrenos baldíos que, rápidamente y con el uso de su imaginación, convertía en el surtido de tu negocio.
Si no llovía y tampoco “los del agua” daban el líquido vital, ir conseguir unas canecas de agua desde “la Chorrera” se convertía en un paseo para los niños del sector.  Todos agarraban su embase, subían al menos dos kilómetros a campo traviesa, llegaban a la laguna que se formaba bajo la Chorrera, recogían el agua encomendada, tapaban los tarros, los dejaban listos y ahí empezaba el juego que muchas veces terminaba con todos los niños empapados que solo decidían regresar a donde sus madres cuando empezaban a tener frío producto de la humedad del gélido líquido proveniente del Pichincha.
Empero, de todo aquello, lo más divertido venía con el sol… la calzada empedrada y seca era la mayor atracción para los infantes atrevidos que con una tabla en mano escalaban hasta lo más alto de la cuadra y como si fuera un ritual, sobaban jabón de tocador, vela de cebo o simplemente una “esperma” bajo la tabla que inmediatamente quedaba lista para que su atrevido conductor, se monte sobre ella y lleve detrás a un o una acompañante y se deslicen más de cien metros hacia abajo a toda velocidad y usando solo sus pies como frenos.  Claro que este ritual no siempre salía del todo bien, a veces desviaban su curso y caían a la mitad, rodando por entre las puntiagudas piedras de la calle y dejando sobre ellas pedazos de sus ropas, zapatos o peor aún, de su piel.
La quebrada que estaba a una cuadra de la casa, era el sitio adecuado para los “deportes extremos”.  Con solo colgar una soga larga sobre una de las ramas del árbol más alto, todos los niños teníamos la posibilidad de convertirnos en Tarzán, arrojándonos a nuestro turno desde lo alto, sujetos a la cuerda y sin dejar de emitir el clásico grito “ahhhhh aaaahhhhh ahhhhhh” con el que pretendíamos llamar a Chita.  Todo iba bien, hasta cuando la cuerda cansada de tanto trajín se rompió y dejó fracturado el brazo del “rey de la selva” de turno.
Así pasaron los días de infancia, entre juegos y diversión, lejanos a la pobreza y limitaciones que se vivía en su casa y todas las de los alrededores, en este barrio marginal de las laderas del Pichincha. 

El bandido Pérez Portilla



“No te demorarás Guadalupe, verás que si llegas tarde sale el bandido Pérez Portilla y te coge”.  Carmela  advertía siempre a su hija Guadalupe para que apresure su paso, agilice los mandados y no se quede en ningún lado “entretenida” pues se arriesgaba a caer en manos del más temible de los hombres de Otavalo en los años cuarenta.
Guadalupe sabía bien, porque su mamá le había contado innumerables veces que Pérez Portilla era un hombre alto y blanco que pululaba por las calles de la ciudad y cerca a las quebradas, buscando víctimas para hacerse de unas monedas, joyas o alguna pertenencia que le permita sobrevivir, y si para eso tenía que llevarse por delante a su víctima, no tenía ningún reparo pues ya lo había hecho muchas veces.
Carmela, una mujer de cabello y ojos claros, a quien sus vecinos conocían como “la Gatita” frecuentaba el Molino de las Almas en el barrio Punyaro, donde aprovechándose de las aguas de El Tejar, molía toda clase de granos y producía las harinas que necesitaba para hacer pan diariamente.  Esta labor era muy larga y esforzada, pero a ella le sobraban energías y claro, contaba con la ayuda incondicional de Guadalupe, su primogénita.
Siempre, al concluir la molienda y antes de salir cargando ya sea las cáscaras de trigo que servirán para la comida de los chanchos o la harina producida, se servían unas papitas con carne de las que Carmela  siempre hacía que su hija guardara una porción para el camino.  Guadalupe tenía hambre, quería comerse todo, pero su madre sin explicación alguna, le exigía respetar el platillo y llevarlo a la mano.
Un día, cuando la jornada fue especialmente prolongada y agotadora, terminaron sus actividades en el molino ya muy entrada la noche y se aprestaban a bajar con dirección a su casa cuando “la Gatita” dijo a su hija que se sujete bien de su falda: con la una mano agarre el saquillo con las cáscaras del trigo y con la otra el plato de papas y carne y que pase lo que pase, no se suelte a menos que ella le indique.
Bajaban pausadamente, aprisionadas por la pesada carga que llevaban, cuando vieron a lo lejos la figura de un hombre parado en la mitad del puente que cruzaba la quebrada del Tajamar.
 “La Gatita” se volvió hacia Guadalupe y le dijo “cuando yo te haga señas, vos te sueltas y corres hasta la cantina de los Sánchez y ahí me esperas”.  Guadalupe no sabía qué pasaba, pero no se atrevió a preguntar nada y solo afirmó con la cabeza. 
Continuaron el trayecto cuando el hombre se acercó diciendo: “buenas noches Gatita, ¿no tiene algo para mí?”  Carmela, fría como hielo, quitó el plato que llevaba su hija en la mano y le ofreció al hombre, al tiempo que con los ojos y la cabeza dio la señal a Guadalupe para que emprendiera la carrera.  Ella lo hizo, sin regresar a ver, hasta cuando llegó agitada afuera de la cantina de los Sánchez.  Se paró, giró su cuerpo y vio que su madre venía ya en camino.  Respiró aliviada.
Al día siguiente, intrigada por el suceso y mientras trabajaban en el amasijo, Guadalupe indagó a su mamá quién era aquel hombre, por qué le dieron la comida y las razones por las que ella debía huir del lugar, mientras que su mamá no le tenía miedo y hablaba con él.
“La Gatita” sentada sobre la mesa, al tiempo que elaboraba “costras de dulce” contó a su hija que habían visto al bandido Pérez Portilla en persona… Guadalupe le miró aterrada!
Pérez Portilla había sido un joven pobre, como la mayoría de los otavaleños de la época, que a sus escasos 20 años se enamoró de una linda jovencita, hija de una familia de clase media y a la que logró conquistar, pese a la oposición de sus padres.  Se casaron y fueron a vivir juntos, pero ella que estaba acostumbrada a mayores comodidades que las que él le podía dar y aspiraba tener más riquezas que las que acumularon sus padres, era muy exigente con su esposo que, para no perder el amor ni la compañía de su amada, se dedicó a robar para tener dinero y claro, no pasó mucho tiempo para que se convirtiera no solo en ladrón, sino en asesino y en prófugo de la justicia.
Por eso aparecía solo al anochecer, cuando las velas o lámparas de kerosene que alumbraban las viviendas se apagaban y las calles que no contaban con alumbrado público, únicamente se iluminaban con la claridad de la luna y las estrellas y eso en las noches de claridad. 
Entre los pobladores de Otavalo y sus alrededores era muy conocida la trayectoria del bandido Pérez Portilla, quien interceptaba a los viajeros que a lomo de caballo cruzaban el nudo de Mojanda para llegar hasta Quito o a su vez atravesaban por el majestuoso “taita Imbabura” para llegar hacia Ibarra.  Por esos años, no había carreteras ni peor transporte motorizado y abundaban los comerciantes que traían mercancías desde Colombia para ofrecerlas en la capital y sus alrededores.  Ellos eran las víctimas preferidas de Pérez Portilla pues así conseguía no solo dinero, sino telas, ropa, alimentos, dulces  y otros halagos para su bella esposa.
Todos le temían y su nombre se pronunciaba habitualmente en negocios, viviendas y conversaciones de vecinos y beatas de la ciudad que daban cuenta de sus últimos ataques o víctimas que incluso, se le atribuían a él cuando habían perecido a mano de los Puchos Remaches, una banda de ladrones que no solo se quedaban con las pertenencias de los incautos, sino que hacían fritada con su carne y la servían a los clientes de uno de los tambos de Mojanda.
Los niños eran los principales perjudicados por las andanzas de Pérez Portilla, que su nombre estaba en los labios de las madres que querían evitar las travesuras del día o andanzas a la quebrada para coger “tostado de pajarito” que arrojaban luego a los caminantes con sus “bodoqueras”.
Guadalupe no era la excepción y menos aún ahora que había visto en persona al temible bandido que años más tarde supo, apareció muerto por los matorrales de Quichinche, aunque para los otavaleños de hasta dos décadas después, aún continuaba apareciéndose ante los trasnochadores, beodos o niños malcriados.